28 April 2024 Televisión online con redacción web

Cinco horas con Mario Camus Antonio Gregori

Fue en Alicante, en el año 2005 y no puedo precisar con exactitud cuántas horas conversamos Mario Camus y yo, pero estoy por asegurar que se acercaron a las cinco.


Yo estaba entonces haciendo larguísimas entrevistas con todos los directores españoles que debutaron en el cine entre las décadas de los años 40 y los años 80. Comencé el trabajo en los años 70, lo abandoné durante algunos años y lo retomé más tarde, de modo que en 2005 ya estaba metido con los directores de los años 60. Fue entonces cuando me enteré de que Mario Camus pasaba unos días en Alicante, por asuntos personales. La noticia, para mí, era genial porque lo normal para hacer mi trabajo consistía en planificar varias entrevistas y desplazarme a Madrid, Barcelona o Valencia para grabar las conversaciones durante varios días, con los diferentes directores. La idea era dar la palabra a los directores del cine español, tener una visión de conjunto de primera mano sobre la historia de nuestro cine y plasmarlo en las entrevistas (larguísimas) donde analizábamos todos sus trabajos desde sus comienzos y hasta el momento actual. Tener, por tanto, a Mario Camus en mi ciudad de residencia era para mí una noticia excelente, de modo que contacté con él, le expliqué mi idea y quedamos al día siguiente en la cafetería de un hotel alicantino. Camus, además de un excelente director, era un todo terreno que lo mismo adaptaba al cine a Lorca, Cela, Galdós o Delibes que hacía películas para lucimiento personal de Raphael o cine de acción con Sancho Gracia. Pero, además, era, una gran persona y un excelente conversador. Al terminar la entrevista Camus me acompañó hasta el aparcamiento donde tenía mi coche y cuando le di las gracias por haberme dedicado tanto tiempo, me interrumpió en el acto y me dijo: “Nada de eso, Antonio. Todo lo contrario. Yo soy el que te está enormemente agradecido y te explico por qué. Hace días estuve de visita con el cirujano y me dijo que tenían que operarme urgentemente del corazón. Se trataba de una intervención muy delicada y, francamente, yo estaba muy asustado. El cirujano me dijo entonces que me alejara un poco de mi rutina y que hiciera todo lo posible por olvidarme de eso, Me animó a viajar hasta Alicante donde tenía unos asuntos pendientes y al día siguiente de llegar, tú me llamaste por teléfono para hacer un recorrido por toda mi trayectoria profesional. De modo que no sólo has hecho que me olvidara durante algunas horas del tema que me preocupaba, sino que, además, me has hecho revivir toda mi carrera profesional y esta noche mi cabeza estará muy ocupada reviviendo, igualmente, todo lo que te he dicho y todo lo que he olvidado. De modo que, muchas gracias a ti”. El libro (“El cine español según sus directores”) se publicó pocos años después en Cátedra y ganó varios premios de la universidad de Barcelona y de la Academia del Cine Español, Camus me llamó al cabo de un tiempo para decirme que la operación había sido un éxito y yo no pude más que lamentar aquella vez en que el jefe de producción de la serie “Curro Jiménez” me ofreció un contrato de un año para trabajar como secretario de rodaje en todos los episodios que entonces estaba dirigiendo Mario Camus. Yo había oído muchas cosas en contra de aquellos rodajes, casi todas malas por culpa de Sancho Gracia (Paco Algora pidió a los guionistas que mataran a su personaje para huir del prepotente protagonista de la serie) y rechacé la oferta. Hoy pienso que, de haber aceptado las cinco horas que pasé con Mario Camus se habrían extendido mucho más, pero también es cierto que la salud mental está por encima de todas las cosas, de modo que seguí trabajando con otros directores y en otras series. Sirvan estas líneas para hacer mi particular homenaje a quien considero como uno de los grandes de nuestro cine, Mario Camus. QEPD.
Y esta es la entrevista que le hice a Mario Camus.
ENTREVISTA CON MARIO CAMUS 
“EL CINE ERA UN REFUGIO CONTRA LA LLUVIA, CONTRA EL FRÍO…” (Mario Camus)

¿Cuándo y de qué manera surge su interés por el cine?

Es una pregunta que me han hecho algunas veces y que yo también me hago. Yo suelo responderla de manera un tanto literaria pero, quizás, sea bastante acertada. Viví mi infancia en un pueblo de la provincia de Santander y, a un kilómetro, en Cabezón de la Sal, había un cine llamado «MAFEPE» cuyo nombre correspondía a las iniciales de los propietarios, Mariano, Félix y Pedro. Estos tres señores se habían asociado y tenían una especie de gallinero donde proyectaban películas y donde yo iba con regularidad. Más tarde, a los nueve años, me fui a estudiar a Santander, pero seguía volviendo al pueblo los fines de semana, ya que durante algún tiempo mi familia siguió viviendo allí. En aquella época había muchos cines, era la diversión favorita de la gente, porque no había otra cosa, excepto cuando llegaba el verano y había fiestas, verbenas y cosas así. Santander y toda Cantabria, como sabe todo el mundo, son muy lluviosas y yo estaba allí sin familia porque vivía solo con mi padre, que también trabajaba en la capital y venía conmigo todos los fines de semana.

Como digo, ir al cine era algo muy común, entre otras cosas porque era muy barato. Y yo me metía, tanto en Santander como en el pueblo, en cualquier película, en cualquier sala y en cualquier momento. Aunque se trate de un tópico, no por ello deja de ser verdad. El cine era un refugio contra la lluvia, contra el frío, contra muchas cosas. Cuando te encontrabas húmedo era que la película no te interesaba y cuando la película te gustaba ni siquiera te enterabas de que estabas empapado por la lluvia. Como digo, de pequeño, frecuenté mucho los cines y vi todo tipo de películas en todo tipo de circunstancias y en toda clase de salas. Naturalmente fue una afición compartida con muchos de mis compañeros de colegio porque todos estábamos en las mismas o parecidas circunstancias. Recuerdo los nombres de algunos de los cines de Santander que más frecuentaba: el cine Cervantes o la sala Narvón, que eran los más próximos a mi casa. Entonces empezó a formarse allí algo con algún sentido o con alguna predisposición porque cuando en 7.º de Bachillerato hicieron en el colegio que cada alumno diera una especie de charla para animarnos a hablar en público, recuerdo que yo escogí el tema del cine, algo muy rudimentario, desde luego, pero que ya es un dato. Tendría unos quince o dieciséis años y ya entonces tenía claras mis preferencias.

Más tarde estudié Filosofía y Letras en Oviedo. En aquella época yo era bastante deportista y formaba parte del equipo español escolar de baloncesto, había sido seleccionado de entre todos los colegios de España en una federación que había en Europa, la FISEC, Federación Internacional de Estudiantes Católicos. Por esta razón me hicieron una especie de acomodo en un Colegio Mayor, ya que pretendían tener un equipo en Madrid. Así que me trasladé a la capital con la pretensión de estudiar Filosofía y Letras y Derecho, las dos carreras a la vez. Al final me matriculé sólo en Derecho y entré en el Colegio Mayor «José Antonio», donde tuve mucha suerte porque coincidí con gente muy notable, con Daniel Sueiro, con Basilio Martín Patino, con el poeta Claudio Rodríguez, etc., y me hice amigo de ellos, sobre todo de Basilio, que, por cierto, fue el primero en salir expulsado del Colegio, porque hubo algunos problemas de carácter político aunque, en otro orden de cosas, pretendían seguir la estela de las universidades norteamericanas. Por ejemplo, con el equipo de baloncesto ganamos los V Juegos Universitarios. Quiero decir con esto que existía un ambiente muy propicio para que yo desarrollara estas dos aficiones, el cine y el deporte, todo menos la carrera, que la llevaba francamente mal.

¿Cómo se produce su ingreso en la Escuela de Cine, tal vez por influencia de Basilio Martín Patino?

Unos años más tarde Basilio, que se había trasladado al Colegio Mayor «Guadalupe», ya estaba en la Escuela de Cine y yo le ayudaba en todo lo que me pedía, trabajando como actor en las prácticas de la Escuela, formando un cine-club que atravesó grandes problemas, etc. Por lo que respecta a mi trayectoria, efectivamente, Basilio me animaba a intentarlo y eso es lo que hice, ingresando en el año 1957. Recuerdo que el ingreso era muy duro pero aquel año hubo cierta benevolencia porque, hasta entonces, de cada cien que se presentaban conseguían entrar dos o tres, a lo sumo. Aquel año nos presentamos un montón y conseguimos pasar unos veinte, más o menos. Entre los que ingresamos estaba José Luis Borau, que ya lo había intentado en varias ocasiones, y, también, el cubano Manuel Octavio Gómez. Esto es algo que llegué a saber por él y recuerdo vagamente un tipo extraño con cierto aire tropical que andaba por allí. Pero Manuel Octavio ingresó y se marchó. Al parecer tenía un tío que era propietario de una Pensión en Callao, él ingresó y después se volvió a Cuba porque el país ya estaba en su fase prerrevolucionaria y estaba metido en todo aquello. Ingresaron algunos más, pero en aquellos años la televisión estaba empezando a atraer gente y muchos se fueron a trabajar a TVE.

Entre los profesores recuerdo a José G. Maesso, que nos daba la asignatura de Guion. Era el más notable porque los de Dirección no teníamos ninguno fijo. Estuvo durante algún tiempo Antonio Del Amo, que entró sustituyendo a otro. En fin, aquello era un cierto desmadre. El director era Carlos Lechuga, pedimos su destitución y elegimos a José Luis Sáenz de Heredia, pero toda esta historia ya está muy contada.

Antes de entrar en la Escuela usted había ganado un premio como guionista en el concurso anual de guiones del Sindicato.

Animado por Basilio me había presentado a un concurso de guiones de periodicidad anual convocado por el Sindicato. Eché mano de una historia de Daniel Sueiro titulada Fin de fiesta, convencí a Daniel para hacer un tratamiento cinematográfico para presentarlo a estos premios y acabó convirtiéndose en mi primera película titulada Los farsantes. Antes había ganado un tercer premio de novela corta convocado por una revista del SEU, Acento cultural. Era una historia muy cinematográfica que ni siquiera conservo, creo que me dieron de premio unas diez mil pesetas o algo así. Pero volviendo a los premios del Sindicato, recuerdo que se fallaron el 18 de julio y que Basilio ganó el primero, el segundo fue para un guion de Leonardo Martín, Gurruchaga y Florentino Soria y el tercero nos lo dieron a Sueiro y a mí, un premio de 30.000 pesetas. Yo entonces estaba haciendo el servicio militar en La Granja, en el campamento de Robledo, así que cuando ingresé en la Escuela ya tenía un pequeño prestigio, al menos entre todos aquellos que se habían enterado del premio.

¿Cómo llegó a colaborar con Carlos Saura?

Basilio, Picazo, Summers, Horacio Valcárcel, etc., estaban en un curso superior al nuestro. Les habían suspendido y repetían curso. En cuanto a Carlos Saura, no habían pasado ni cinco días desde mi ingreso cuando me encontré con él, que había terminado el año anterior y ya era profesor, y me dijo que estaba buscando un argumento, que él no era un guionista completo, que no se consideraba capaz de escribir y que si le podía echar una mano. La historia tenía que tener unas características bastante curiosas, tenía que ser barata y se tenía que hacer a la manera de lo que entonces estaba en auge, etc. Entonces éramos lectores de Guido Aristarco y de Cinema Nuovo. Yo le dije a Carlos que pensaría en ello, hasta que un día le dije que ya tenía la historia.

En la Plaza de Vista Alegre que llevaban los Dominguín hacían una cosa que se llamaba algo así como «Damos la oportunidad», algo que estaba muy publicitado. Yo me inventé una historia, se la conté a Carlos y empezamos a trabajar en ella. La historia era Los golfos, en la que también incorporé a Sueiro porque en La Gaceta Ilustrada había escrito un reportaje sobre los chavales que rondaban por el mercado de Legazpi donde robaban fruta, tapacubos de coches, etc. Eran rateros que merodeaban por allí. Entonces se me ocurrió escribir algo sobre uno de estos grupos, con chicos que eran ladrones habituales de cosas pequeñas. Había uno de ellos que tenía un hermano torero que estaba a la espera de una oportunidad y, entonces, les proponía a los demás hacer una caja de 25.000 pesetas para que su hermano debutara. Y ésa era la historia de este grupo de muchachos que se dedicaban a robar con este fin altruista, pero, al final, todo acababa en un completo desastre. Era una película muy realista.

Una vez finalizado el guion, Carlos se puso a buscar producción, aunque esto pertenece ya a su propia historia. Uno de mis compañeros de curso, Luis S. Enciso, se metió en el proyecto, Paco Molero fue de jefe de producción y la película se rodó con producción de Pere Portabella y otras aportaciones. Fue una película muy barata que rodamos a golpe de calcetín por las calles. Cuando se acabó la película, Carlos fue al Festival de Cannes y aunque la película no tuviera un gran éxito, hablaron muy bien de ella José María García Escudero y algún que otro crítico. Hasta Luis Buñuel dijo que estaba bien.

Usted llegó a abandonar temporalmente la Escuela. ¿Por qué motivos?

De todos los que ingresamos en la Escuela sólo pasamos al siguiente curso José Luis Borau y yo, o sea, que estaba en segundo curso cuando todo aquello se produjo. Entonces dejé la Escuela porque pensé que ya estaba dentro de la profesión, entre otras cosas porque, en ese momento, me llamaron para hacer un guion para Luis Lucia. Era una novela corta de Ignacio Aldecoa titulada Young Sánchez que pretendían que yo adaptara para Lucia. Hablé con él y también conocí a Ignacio Aldecoa y esto fue una de las mejores cosas que me han pasado en esta profesión porque era una persona maravillosa. Bueno, empecé a trabajar en el guion, Lucia se apartó de la historia y, de pronto, aquello se convirtió en la segunda película que iba a hacer Carlos Saura, así que empezamos a localizar, hablamos con Aldecoa, nos empapamos de todo lo que había escrito él y, justamente, a la vuelta de Cannes, cuando habían estrenado Rocco y sus hermanos de Visconti, Carlos dijo que ya no le apetecía hacer esa película porque era un tema explotado. Mi trabajo me lo pagaron con los derechos del guion porque después de pagar a Ignacio ya no les quedaba dinero. Por aquel tiempo me casé, trabajé con Carlos en muchos guiones que la censura iba echando abajo, trabajé con Miguel Picazo en el guion de Jimena, que nunca llegó a hacerse, etc., pero, como digo, abandoné la Escuela porque consideraba que ya estaba instalado en la profesión. Trabajaba con Saura sin parar, pensando que algunas de las películas que estábamos preparando acabarían por hacerse, pero las películas siempre se paraban en el primer pago. Casi todas las paraba la censura y los productores ya no querían seguir. Entonces decidí volver otra vez a la Escuela para terminar los estudios.

Cuando volví, la Escuela ya no estaba en el mismo lugar sino en la calle Génova, y recuerdo que se había reincorporado Carlos Serrano de Osma, que era un hombre estupendo. Estuve con él, con Maesso, con Florentino Soria, etc., y dirigí una práctica en 16 mm, que ya no recuerdo ni cómo se llamaba. Y ya en tercer curso hice El borracho, otra práctica con Luis Cuadrado en la fotografía. Con ella me diplomé y ahí termina mi historia con la Escuela de Cine.

¿De qué manera fue contratado por Ignacio Iquino para hacer su primera película?

El período que va desde el 59 hasta el 63, aproximadamente, es mi época de autor de guiones, algunos de los cuales, ligeramente cambiados, se convirtieron en Peppermint Frappé y otras películas. Por esa época irrumpe en la Dirección General de Cinematografía José María García Escudero y ya se sabe lo que pasó con toda la política de subvenciones. Yo no digo que el cine español no las mereciera, sino que aquello era una especie de mea culpa por haber entregado el territorio a otras personas. García Escudero proclamó que la Escuela era muy interesante y que los directores que salían podían hacer un tipo de cine mucho más moderno que el que se estaba haciendo entonces en España. Los productores pusieron el oído y empezaron a contratar a gente de la Escuela. Trabajaron Regueiro, Saura, Borau... uno detrás de otro, haciendo western o lo que fuera, pero ya se trataba de gente a la que se empezaba a tomar en consideración. A mí, sin embargo, no me sucedió eso. Como yo siempre me había opuesto a dirigir y estaba más orientado al trabajo de guionista, resulta que nadie me llamaba. Trabajé con Carlos en el guion de Llanto por un bandido, lo vendimos y Carlos lo dirigió.

A las pocas semanas recibí una llamada de una oficina de la Gran Vía, 70. Era Iquino, que quería hablar conmigo. Naturalmente me puse un poco en guardia porque ya se sabe la fama que tenía Iquino, la de un hombre que hacía películas como churros, rodadas de cualquier manera, etc. Entonces me preguntó si quería hacer una película con él y el resultado fue Los farsantes. Era una película complicada y yo me armé de valor, me encontré un poco a mí mismo y comprobé que aquello era un trabajo que me iba. Antes Iquino había contratado a otro compañero de la Escuela, pero lo despidió a la primera semana de rodaje. Yo pensé que conmigo sucedería lo mismo, pero no fue así. Me mantuvo, me adoptó, habló bien de mí en todos los sitios y, al final, la película la clasificaron 2.ª A, cuando lo normal hasta entonces era que las de Iquino las clasificaran 2.ª B o 3.ª.

En Los farsantes, la censura no sólo hizo unos cortes tremendos sino que, además, prohibió la banda sonora. Era la historia de unos cómicos de la legua que no podían trabajar en Semana Santa. De pronto, uno de ellos se escapaba con el dinero de todos y el resto acababa metido en una casa de putas de Valladolid, para pasar allí esos días en que tampoco las putas podían trabajar. Entonces se volvían locos por el hambre y por el ruido de los tambores y trompetas de las procesiones. Pero al prohibirme la censura la banda sonora no se sabía exactamente por qué enloquecían los actores, con lo cual todo fue un desastre. La verdad es que no sé si se estrenó o si se hizo de mala manera.

«Young Sánchez» también fue producida por Ignacio Iquino.

Antes de que yo terminase Los farsantes Iquino me propuso hacer una segunda película de las mías y, entonces, hice Young Sánchez, que era el guion que tenía libre. La rodamos en 18 días, en unas condiciones terribles, pero conté con un actor como Julián Mateos que estaba en Barcelona y, a la hora de la clasificación, tuvimos la enorme sorpresa de que la clasificaran 1.ª A, con lo que Iquino ganó dinero y yo estuve encantado. Ahí empezó realmente mi carrera. La película fue al Festival de Buenos Aires, donde fue premiada, aunque más por las intenciones que por lo que realmente era la película, ya que realmente era tan sencilla como natural, no había nada sofisticado, sólo el esfuerzo de unas personas rodando durante 18 días sin parar, en los gimnasios que aún se conservaban, etc. Ésa fue mi verdadera entrada en el cine como director.

¿A qué atribuye el hecho de que el boxeo sea el deporte que mejores películas ha logrado en la historia del cine? Recordemos títulos como «Toro salvaje» de Scorsese, «Gentleman Jim» de Walsh, «Marcado por el odio» de Wise, «Cuerpo y alma» de Robert Rossen, «Más dura será la caída» y «El ídolo de barro» de Robson, etc.

Entramos de lleno en el mundo de los tópicos, pero es verdad. Yo creo que el boxeo es una síntesis de la vida porque hay dos tipos que se enfrentan entre sí, gente de los suburbios que quiere subir, y esa lucha por la vida la realizan allí, en un cuadrilátero donde no hay otra cosa y donde el que gana se lleva la bolsa. Es una visión tan simplista, tan sintética y tan clara de la vida que es imposible que no tenga éxito. El rugby americano, primero, hay que entenderlo, después, hay que ver qué misión tiene cada jugador, etc.; pero en el boxeo la cosa es bien sencilla: o pegas tú o te pegan. También hay otros deportes individuales, claro, pero, por ejemplo, el tenis es un deporte de salón, las habilidades de un tipo que juega al billar son estupendas y se pueden explotar, pero en el boxeo, además de todo eso está la vida de por medio, la sangre, las heridas, la vida en su aspecto más cruel y más terrible.

¿Qué supuso para usted su primer éxito con «Young Sánchez»?

Había una gran confusión tanto en mí como en todo lo que nos rodeaba. Habíamos accedido a una cinematografía en la que era muy difícil entrar y que tenía sus vicios: los niños prodigio, las comedias de salón al estilo de Deliciosamente tontos, el cine histórico, etc. Era un cine con muchos vicios y no era sencillo entrar y que un tipo de público, habituado a este tipo de cosas, te admitiera, ya que para acceder a un tipo de cine más interesante ya tenía el cine norteamericano. De los españoles ya sabían lo que podían esperar.

¿No cree que el público también había cambiado en esa época?

Yo creo que sí. Siempre he pensado que se trata de un problema generacional y ésa es la razón por la que ahora nos cuesta trabajar, porque ahora el público se va con los de su generación. Ahora no interesa lo que pueda contar un director de setenta años de edad. Generacionalmente el público va acompañando a los directores de su tiempo. Creo que todo el cine español estaba muy liquidado por esa época. Así que entramos un grupo de gente en la que algunos tuvieron éxito y otros, no. Unos se mantuvieron, otros quisieron ser muy fieles a los principios que nos habían movido a hacer un cierto tipo de cine, etc. Y también había gente como yo, que había comprendido que no sabía y que tenía que aprender.

Le ofrecieron, entonces, una película titulada «Muere una mujer».

El operador Víctor Monreal, que era de Zaragoza, me dijo que había unos chicos de allí que querían hacer una película. Entonces busqué un guion que había trabajado con Carlos y nos inventamos una película. Pero era muy flojito. Yo quise ser Alfred Hitchcock, pero mis conocimientos eran muy escasos para hacer un cine como el suyo y lo mismo sucedía con los productores, con Monreal, etc.

No es que yo crea que no tenía nada pero, sinceramente, pienso que la película estaba equivocada. Tuvo problemas con censura porque trataba de dos homosexuales en que uno mataba al otro y entonces, de pronto, resulta que ya no podían ser homosexuales. Antes le había mandado el papel a Tomás Blanco y vino directamente a matarme porque él no podía hacer de homosexual de ninguna manera. Fue una película a medias. Sin embargo no funcionó mal del todo, se clasificó como 1.ª B y seguimos haciendo cosas no porque yo hubiera acertado sino porque lo que estaba alrededor tampoco era el despelote, eran fórmulas muy gastadas. Picazo acertó desde el principio, pero a otros no les pasó lo mismo.

Parece ser que «La visita que no tocó el timbre» iba a ser dirigida por Alberto Closas. ¿Qué sucedió para que acabara por dirigirla usted?

Después de Muere una mujer pasó como cuando metes la mano en un montón de cerezas y sacas un puñado. Entonces coges unas enganchadas con otras. Esa película me salió gracias a Víctor Monreal, excelente operador que se mató más tarde en un accidente de coche. Y resulta que en esa película estaba Alberto Closas, que quería dirigir una película, pero estaba empeñado en que yo le escribiera la adaptación de una obra teatral de Joaquín Calvo Sotelo, La visita que no tocó el timbre. Yo le hice la adaptación, pero Closas, a medida que se acercaba la hora de empezar la película, se mostraba más nervioso. Quedaban unos quince días y el decorado estaba ya en marcha cuando Alberto me dijo que no se atrevía a dirigirla. Entonces me dijo que tendría que hacerla yo, a lo que le respondí que no había escrito la adaptación para mí. Bueno, el caso es que acabé por hacerla, aunque no me iba demasiado. Era una comedia muy blanca, muy ligera, pero el caso es que fue bien, mejor que las anteriores.

Después de esta película le ofrecen llevar al cine un guión que había escrito para el actor Julián Mateos. Se trata de la novela de Aldecoa «Con el viento solano», segunda de las adaptaciones de este autor en llevar al cine. ¿Por qué fue cambiando el proyecto inicial, sobre todo en lo que respecta al protagonista masculino?

Ésta fue la primera película de mi carrera que yo abordé con más conocimientos, con mejores actores, etc. Fue una película que hice muy a gusto, con muchas ganas y poniendo mucho de mí mismo. Cuando terminé el rodaje fui al Festival de Cannes y las críticas se dividieron entre muy buenas y muy malintencionadas, con lo que me sentí muy mal. Para mí, la película tenía cosas muy interesantes, ya que, entre otros temas, desarrollaba el mito de las razas perseguidas, porque el protagonista era un gitano.

Antonio Gades hizo un buen trabajo.

Las opciones que tenía eran hacerla con El Cordobés, con Julián Mateos o con Antonio Gades. El Cordobés no quiso porque empezaba la temporada taurina. Julián Mateos sí quería, pero yo preferí a Antonio Gades, a quien, por cierto, no conocía. Me lo presentó Alberto Closas y acababa de tener un gran éxito en Nueva York. Trabajé muy a gusto con él, a pesar de que el rodaje fue muy duro porque la película era muy movida. Recuerdo que fue la primera película grande que hice, tanto en producción como en el cuidado de la fotografía. Lo pasé muy bien y hay cosas en esa película que me siguen gustando mucho. También a Ignacio Aldecoa le agradó mucho.

En Cannes gustó a un cierto público, aunque otros no la entendieron. Por cierto, hubo algunos críticos franceses que me pusieron por las nubes porque me confundieron con Marcel Camus. O sea, que ya empezaba a darme cuenta de que todo ese mundo, incluyendo el Festival de Cannes, era una especie de mercado un poco bobo. Yo ahora lo contemplo en el pasado casi como una broma. Aquello terminó y en el estreno de Madrid no había más de tres personas. No funcionó en absoluto. Trabajé con Gades, con Imperio Argentina, con Antonio Ferrandis, que empezaba entonces, y con mucha gente maravillosa, como por ejemplo María José Alfonso.

¿Dónde la rodaron?

En Talavera de la Reina, que era el lugar donde empezaba la historia, en un pueblo llamado Santa Marta o algo así, donde había una feria. Después pasamos a la provincia de Guadalajara, porque toda la historia era una persecución de este hombre que había matado a un guardia civil borracho y casi sin darse cuenta. Entonces iba buscando ayuda en Madrid a varios gitanos, pero era continuamente rechazado. Pero él seguía buscando gente, entre ellos un tío suyo que interpretaba Antonio Ferrandis y que también le rechazaba. Y finalmente busca a su madre, que vivía en Cogolludo con un grupo de gitanos, pero ella también se lavaba las manos. Entonces, a la enésima vez, al sentirse rechazado por todos, acababa entregándose.

Después de esta película hay un período de tiempo en que trabaja para TVE.

En ese tiempo me fui a rodar unos documentales para televisión. Era una serie promovida por el Ministerio y querían que la dirigieran la gente salida de la Escuela. La serie se titulaba Conozca usted España y no tuve más remedio que hacerla.

Es curiosa la trayectoria de algunos de los directores salidos de la Escuela. De una parte hay directores como Basilio M. Patino que se dedican a hacer un cine muy personal durante toda su carrera y, de otra, directores como Javier Aguirre volcados hacia el cine comercial, si exceptuamos su interesante carrera como realizador de cine experimental. Mario Camus, por el contrario, oscila entre estos dos polos, entre un cine muy personal y otro más orientado hacia la taquilla, aunque, desde luego, hecho con mucho oficio y no menos dignidad.

En mi primera época, la primera de mis películas la hice porque estaba involucrado, porque era una historia de Sueiro y mía y porque siempre tienes que hacerlo tuyo porque, de otra forma, estás listo. Young Sánchez tenía, también, la libertad que te da el saber que la película iba a costar 750.000 pesetas. Con ese dinero bastaba con tener una buena clasificación para ganar dinero. Muere una mujer fue una película que hice pensando en que iba a hacer algo muy sofisticado, pero no me salió ni por el forro. En Con el viento solano me empleé a fondo porque era algo en lo que yo creía y porque la literatura de Ignacio Aldecoa siempre me ha gustado mucho. Me refiero a la literatura de esa generación, de los años 40 y 50. Aldecoa me parece un verdadero maestro en todos los sentidos. Pero es a partir de ahí cuando yo me quedo descolgado. Cuando todo el mundo más o menos ha aguantado el tirón y sigue, a mí no me queda más camino porque absolutamente nadie va a llamarme para hacer otro Con el viento solano. Entonces hay un señor que ve esta película y se le ocurre que yo puedo hacer una película con cantante. Fue algo extrañísimo porque por aquel entonces Con el viento solano debía llevar unos 150 espectadores. Pues bien, uno de ellos era Leonardo Martín. Sí, se puede decir que todo lo que he hecho, al menos he intentado hacerlo bien. No es que se diga que tal o cual película no me salió porque me dolía el costado derecho, no. Todas las películas las he intentado hacer bien dentro de su género, es decir, que yo no intentaba hacer El gatopardo, sobre todo cuando estaba rodando Cuando tú no estás, eso está claro. Yo intentaba hacer una película con playbacks que no sabía, al servicio de un señor que cantaba de una manera determinada.

Y entonces hace, no una, sino tres películas de cantantes.

Para mí era muy complicado porque se trataba de entrar de lleno en un cine que yo no conocía, con Benito Perojo. Conocerlo me gustó porque era algo realmente insólito: oficinas con jefes de producción que llevaban mil años, Miguel Tudela, entonces Director General de Producción de Perojo, Manolo Pérez… todo eso para mí era algo tremebundo. Y yo hice Cuando tú no estás tal y como me la dieron, un melodrama con canciones en el que había que hacer diez playbacks. Naturalmente la historia era muy corta porque si multiplicamos 10 playbacks por 3 minutos de media cada uno, ya teníamos media hora.

La terminé de rodar y la película recaudó mucho dinero, fue una verdadera locura. Entonces me quise desligar de eso porque me di cuenta de que iba en una marea que no sabía hacia dónde me podía llevar, porque, naturalmente, Raphael no era Serrat, no había ninguna clase de coartada. Entonces, me ofrecieron la segunda pagándome cada vez más y yo dije que por qué no se la ofrecían a Borau o a otro. Y lo llegaron a intentar con Borau y con Angelino Fons, pero ellos no aceptaron. Entonces acepté hacer Al ponerse el sol con un guion escrito por mí, pero fue mucho peor que la primera, porque el guion era flojo. Estaba a punto de estrenarse cuando decidieron hacer la tercera, ésta ya con la Columbia. Yo intenté desviarme porque, entre medias, había hecho Volver a vivir, una historia mía con Raf Wallone, una historia legendaria de un ex entrenador de fútbol, etc. Yo ya estaba fuera de este terreno y no quería volver. Pero me pagaban muy bien. Raphael había encontrado un guionista que le parecía ideal: Antonio Gala, y entonces se inventaron una historia que tenía que rodarse en Buenos Aires porque la Columbia quería que se rodara allí. Así que me embarqué. La historia de Gala no estaba mal, me pagaron muy bien, y, otra vez, tuve que hacer los diez playbacks de rigor. Ésta funcionó bien, mucho mejor que la segunda.

Después de esta película le llaman de Suevia Films para terminar «Tuset Street», la película que había empezado Jorge Grau.

Sí. Yo dije que no me metía en eso a no ser que Jorge me lo pidiera, pero como no lo hizo, pues no acepté. Entonces me dijeron que ya no volvería a trabajar con ellos, pero a los dos meses me llamaron para hacer otra con la Montiel. Recurrí a Gala para hacer algo con Antonia y pensamos en muchas cosas, desde Doña Perfecta de Galdós hasta no se sabe qué más, todo ello historias clásicas en las que se metían canciones como se podía. Ella no ponía mala cara, indagamos en muchas historias, como digo, pero ella, finalmente, dijo que no, que había una historia estupenda llamada Turris ebúrnea que había ganado el premio «Casa de las Américas», que era de un escritor uruguayo. Entonces leímos aquello, que era un folletín terrible, y Gala dijo que lo único que se le ocurría era acentuar más todavía el folletín, hacer un folletín folletinesco. Y así lo hicimos, con los playbacks y con todo. Ahí, rozando los años 70, es cuando yo termino esta fase enloquecida en la que fui dando tumbos de una cosa a otra. Pero me quedé en Suevia y allí me ofrecieron una cosa con ellos.

Suponemos que se refiere a «La cólera del viento», una película que no sabemos cómo definir. Parece un western, pero tampoco participa de todos los elementos del género.

Me pidieron hacer una película con Suevia y con unos italianos y yo les entregué un argumento que Manolo Marinero y yo habíamos sacado de un libro publicado en Alianza escrito por un notario andaluz, Díez del Moral, sobre las luchas agrarias en los albores del siglo. Se firmó el contrato y entonces me encontré con la sorpresa de que Lombardo, el hombre que había hecho El gatopardo, me dijo que la historia era muy interesante, pero que tenía que convertirse en un western. Yo le dije que no, que se trataba de una película realista. Al final Lombardo no hizo la película y entró en su lugar Mario Cecci Gori insistiendo en que había que hacer un western con Terence Hill, el actor de Trinidad. Total, que hubo una serie de discusiones hasta que llegamos a una especie de acuerdo. Yo les pedí que me dijeran lo mínimo que había que poner para que se tratara de un western. Y se hizo con lo mínimo, con un Winchester y varias pistolas. El resultado fue una especie de híbrido donde el protagonista llevaba el sombrero típico del western y un Colt, pero los demás, no, con lo cual a alguien se le ocurrió llamar a aquello «gazpacho-western». Sin embargo a mí me entretuvo hacer la película, investigué en otro género, me gustó mucho trabajar con Terence Hill, con Mario Pardo, con Adolfo Aristarain, que entonces era mí ayudante, etc. De las películas queda la historia de las películas y aquella historia fue grata. Conocí a Mario Cecci Gori, que era un verdadero personaje. La película no funcionó en España, pero en Italia, sí.

Después de esta película TVE le propone la serie «Los camioneros», escrita por Pedro Gil Paradela. ¿Cómo resultó esta experiencia?

La serie estaba protagonizada por Sancho Gracia, que es un personaje notable. Un hombre muy simpático, muy divertido, pero también una persona muy constante, muy esforzada en todos sus proyectos de producción. Acepté la serie, que constaba de 14 episodios de media hora cada uno, y, al cabo, se quedó como una de las experiencias más grandes que he tenido, porque llegué a conocer España desde los caminos más olvidados hasta las grandes carreteras. Es decir, conocí, no la España de los grandes hoteles, sino los lugares más insólitos. Y me gustó mucho hacer la serie. Estuvimos cinco o seis meses trabajando muy duro desde Almería hasta La Coruña, pasando por Lisboa, Bilbao, etc. Fue una experiencia fantástica. La serie pasó luego por TVE y se hizo muy popular, se vendió a varios países, entre ellos Suiza, y recuerdo que sólo por adaptar todos los capítulos a una hora para venderla a Suiza gané más dinero que por rodar toda la serie.

TVE le encarga después hacer los guiones de una nueva serie sobre los guerrilleros de la Guerra de la Independencia.

Sí, era una serie muy ambiciosa sobre ese tema y contacté con una serie de guionistas, entre ellos Rafael Azcona, Antonio Drove, Santiago Moncada, Lola Salvador, etc. Formé un equipo de guionistas y empezamos a escribir los guiones para la serie Guerrilla. Recuerdo que pagaban entonces 40.000 pesetas por 40 folios del guión. Escribimos una serie entera de 14 episodios, muy interesante, pero no llegó a rodarse. Paralelamente hice algunos episodios de otra serie, Si las piedras hablaran, y, de repente, surgió la posibilidad de otra nueva, Paisaje con figuras, en la que entré también como productor asociado con Molero.

Entonces me llamaron de Warner para pedirme un guión, yo se lo dije a Antonio Drove y él escribió uno titulado A la deriva, que no gustó a nadie. Lo pagaron, pero no se hizo. Warner insistió y yo acudí otra vez a Ignacio Aldecoa, que ya había muerto. Elegí Los pájaros de Baden Baden, pero Manolo Marinero no quiso hacer el guión porque no sabía cómo hincarle el diente, así que me metí yo con ello y me salió. Se hizo la película, funcionó muy bien, se estrenó en el Coliseum y tuvo buenas críticas.

Después de eso volví a mis Paisajes con figuras y estando rodando en Sigüenza, volvieron a llamarme de Warner porque habían contratado a Ornella Mutti y no sabían qué hacer con ella. Se la habían quitado a José Frade pero no sabían qué hacer, ya que, además, tenían que rodar antes de una fecha determinada. Y ahí estaba yo, en Sigüenza, con un frío del carajo, intentando escribir una historia para esta señora. Al final salió un guion que se convirtió en La joven casada, pero fue el típico embarque de Warner. En cualquier caso, la película se estrenó y los de Warner ganaron mucho dinero porque la Mutti salía desnuda en un momento determinado, no por otra razón. La película estaba bien, pero nada más.

¿Le devolvió el favor Warner con «Los días del pasado»?

Bueno, a cambio de la película de Ornella yo les empecé a dar la lata con la historia de Antonio Gades y Marisol. Gades me había dicho que si tenía una buena historia harían los dos una película conmigo. Entonces, junto con Matji y con Betancor, que había sido ayudante mío, hicimos el guion de Los días del pasado. Nos fuimos a mi tierra, la segunda vez que yo volvía, y rodamos la película que marchó muy bien en taquilla.

Hay que recordar que Franco ya había muerto y que la censura, prácticamente, ya no existía.

¡Claro! Entonces empezamos a hacer un cine crítico, a contar cosas que antes nos habían contado de otra manera. Entonces hice una película con una carga de sentimiento muy fuerte porque era un mundo que yo conocía muy bien desde que era pequeño.

Después vuelve a TVE para rodar varios episodios de «Curro Jiménez».

Te explico por qué. Estaba previsto que, junto a Francisco Rovira-Beleta, Rafael RomeroMarchent, otro más que no recuerdo y yo, teníamos que hacer los primeros 14 episodios de Curro Jiménez. Yo le dije a Sancho Gracia que no podía porque tenía que rodar Los días del pasado y él se enfadó, pero, justo al día siguiente de terminar la película, me llamó Sancho para decirme que faltaban tres episodios. Yo se los cedí a Pilar Miró y ella hizo dos, mientras yo montaba, sonorizaba y daba los toques finales a Los días del pasado. Entonces la serie aumentó a otros 14 más y yo hice los tres últimos de esta segunda parte. A la larga yo he sido el que más episodios de Curro Jiménez ha hecho porque contabilizo diez de los cuarenta y tantos que se llegaron a hacer.

¿A qué atribuye usted el gran éxito popular de esta serie?

Hombre, hablar a posteriori siempre resulta muy sencillo. Pero, en primer lugar, a que Enrique Larreta era un excelente guionista y un gran intelectual, un hombre muy listo que se conocía de memoria el cine norteamericano. Por otra parte, Sancho Gracia estaba muy bien. La pandilla contra los franceses, los ladrones generosos y todo eso, era un mundo que podía funcionar muy bien, el western, etc. Y luego hay una cosa fantástica que son los caballos, sobre todo si hay gente que los sabe manejar. Piensa en alguien que está aburrido en el cine o viendo la televisión, pero, si de repente, aparece un caballo, enseguida presta atención.

Así que me llamaron para hacer estos episodios y rodé los tres últimos. Yo, además, marqué los sitios donde se tenían que rodar y acabamos haciéndolos uno en Ronda, otro en Huelva y otro en Almería. La serie se estrenó y tuvo un éxito enorme, ya que, insisto, cuando los caballos están bien llevados, la cosa funciona estupendamente. Les ves subir una colina o hacer una galopada o cosas de ese tipo y, realmente, es precioso. La serie no sólo tuvo éxito aquí, porque vas a Moscú, a Guatemala, al quinto pino y están poniendo la serie. Eso que hizo Larreta estaba muy bien inventado, aunque, por supuesto, había episodios buenos y otros menos buenos.

¿Cómo surgió el proyecto de hacer para televisión la serie «Fortunata y Jacinta»?

Yo estaba doblando los últimos episodios de Curro Jiménez en Tecnison cuando apareció por allí Sancho Gracia. Era el mes de agosto, creo que del 77, y me dijo: «Si te cuento lo que te van a proponer, te desmayas aquí mismo.» Al final de esa noche me enteré porque me llamaron y, a partir de ahí, todo fue muy rápido. Comprobé que se trataba de hacer para televisión Fortunata y Jacinta de Galdós, y en menos de tres días firmé todo lo que había que firmar. El que me lo propuso era un viejo león del cine, Miguel Ángel Martín Proarán. Desde entonces tuve ya en contra a todos los directores que TVE había contratado que, naturalmente, se preguntaban: «¿Y por qué no nosotros?»

Pero todo es una larga historia, una historia divertida porque la cosa viene de los franceses, de un señor llamado Canelot que luego resultó llamarse Canelopoulos, un griego que se había nacionalizado francés. Era un hombre encantador que tenía una empresa llamada «TeleFrance» y, al mismo tiempo, otra llamada «TeleHelvetia», un hombre de Giscard, muy puesto, muy caballero. Entonces fue a TVE para hacer, en principio, una serie sobre Goya, pero le dijeron que no venía a cuento, que ya habían hecho esas cosas y que buscara otro tema. Coincidió entonces que tradujeron en Francia Fortunata y Jacinta justo en ese tiempo, este hombre la leyó, le pareció un melodrama estupendo y se presentó otra vez en TVE con el proyecto. Entonces tuvimos una reunión en TVE, donde se puso de relieve que ninguno, o casi ninguno de los directivos de la casa la había leído, lo cual era alucinante. Finalmente se enteraron de que había que reconstruir Madrid, ya que el 60 por 100 de la serie sucedía en las calles de la ciudad. En fin, es una larga historia que comienza en agosto del 77 y que se va demorando y demorando continuamente. Y yo, entretanto, completamente avergonzado, porque me pagaban una cantidad mensual sin hacer nada. Hice el último episodio de Curro Jiménez, que se llamaba «El caballo blanco», como dando a entender que, ya que estaba allí empleado, no podía negarme. Y la historia terminó en mayo del 79, de modo que ¡fíjate lo que llegó a demorarse! Unos decían que sí, otros que no, hubo cambios de Director General, el nuevo ya la había leído mientras que el otro no se había enterado, a mí me quisieron echar con la disculpa de que preferían un director de la casa, etc., hasta que apareció Proarán diciendo que no hiciera ni puñetero caso… En fin, pasó de todo.

Finalmente hicimos Fortunata y Jacinta. La empezamos a rodar en el año 1979 y, como es sabido, tuvo un éxito enorme. Se vendió a todo el mundo y éste fue el comienzo de una nueva etapa en mi vida profesional.

Angelino Fons había hecho en cine «Fortunata y Jacinta» en una versión que duró hora y media, lo cual significa que tuvo que meter la tijera de forma despiadada. Usted hizo una versión de más de once horas y aún tuvo que cortar cosas, ¿no?

Efectivamente. Lo que hicieron Alfredo Mañas y Angelino fue una síntesis muy sintética. En la serie yo trabajé con Paco Rabal, que estaba en baja forma. Yo ya había trabajado con él en La leyenda del alcalde de Zalamea, un trabajo que había hecho anteriormente con un guion excelente de Antonio Drove.

Siguiendo con «Fortunata y Jacinta», también hay que destacar los magníficos decorados, obra de Rafael Palmero.

Yo creo que la serie fue un logro increíble de televisión. Más tarde, cuando fui a Berlín con La colmena y me dieron el Oso de Oro, nadie me conocía, pero, de repente, en la rueda de prensa se levantó un señor checo y dijo: «No le conocerán ustedes, pero este señor ha hecho Fortunata y Jacinta.» Cuando Ana Belén fue a rodar a Praga en una ocasión, tenía esperándola una carroza para exhibirla por las calles, porque la conocían gracias al éxito increíble de la serie.

En la serie hay algo fantástico, que es Galdós. ¡Ese texto maravilloso, esos personajes! Y había una cosa maravillosa ya en el terreno de la anécdota. María Luisa Ponte hacía un papel muy difícil, el de Doña Lupe la de los Pavos, era perfecta para el papel pero no tenía memoria, con ella siempre estaba el problema de que cuando tenía un texto, por pequeño que fuera, siempre se atrancaba. Yo temía el momento en que ella empezara a rodar porque tenía folios y folios de diálogos, un texto enorme. Por fin llegó el día en que empezó a trabajar y cuál sería mi sorpresa cuando me di cuenta de que, desde el primer momento, lo largaba todo perfectamente y, además, con expresión. Yo estaba sinceramente impresionado y recuerdo que lo comenté con varias personas del equipo porque no daba crédito a lo que estaba haciendo María Luisa. No fallaba ni una coma. Hasta que un día ella se enteró de mis comentarios y me dijo: «¿Sabes por qué me sé tan bien mi texto? Pues porque este señor escribe bien. Porque lo que me dan otras veces está mal escrito y lo que está mal escrito, no lo puedo memorizar.» Y creo que tenía razón.

Hicimos Fortunata y Jacinta y lo pasamos divinamente. Y batimos un récord, porque hicimos cerca de doce horas en siete meses. Eran 10 episodios de una hora muy corrida cada uno de ellos y el último duraba bastante más de una hora.

Son casi seis largometrajes.

Sí, sí. Y los hicimos desde mayo del 79 hasta diciembre del 79. Y el primer capítulo se emitió en mayo del 80, concretamente el día de San Isidro.

¿A efectos de experiencia profesional y personal, qué diferencias hay entre un rodaje convencional de cine y otro tan largo como éste?

La salud. La tuya y la de todos. La gente se cansa, se agota, pero, al mismo tiempo, se estimula. Porque si los personajes fueran espantosos, si tuvieras que hacer algunas de las cosas de encargo que yo he hecho, entonces no hay persona que lo aguante. Pero continuamente nos dábamos cuenta de que estábamos ante un hombre sabio, un hombre que contaba cosas interesantísimas y que eso era la historia de España. Y estaban, además, los pequeños matices. La gente bien de la alta sociedad burguesa, la del comercio madrileño, hablaba de una manera, los de los suburbios hablaban de otra. Era algo prodigioso. Hay que leer Fortunata y Jacinta para darse cuenta del talento de este caballero. ¡Qué oído tenía! ¡Cómo hablaba Doña Lupe la de los Pavos, de madrileña-madrileña, y qué bien expresaba las dificultades que tenía la chica para hablar! Es lo mismo que tenían los escritores de los cincuenta. Tú lees a Cela o a Ignacio Aldecoa y te das cuenta de que tenían oído, porque se supone que habían oído hablar de la manera que ellos escribían. Ya lo dijo Zavattini: «El cine italiano va mal desde que los directores italianos no viajan en tranvía.» Y es verdad, pierdes el contacto con la realidad.

Fortunata y Jacinta fue un hito, y también lo fue para mí. Después te llegaban noticias, por ejemplo, de que en Cuba el tercer episodio lo habían pasado cuatro veces, para que pudieran verlo las personas que trabajaban en distinto horario. En Venezuela se armó la de dios; en Argentina, también… Yo salí divinamente en televisión porque la gente se animó a hacer más series. Se dieron cuenta de que en España teníamos escritores, obras de interés, etc., y creo que ésa es una de las cosas a las que creo haber contribuido. Yo había pensado toda la vida que Fortunata y Jacinta era una novela prodigiosa, pero no me di perfecta cuenta de ello hasta que no la escuché en boca de los actores. Había veces en que se me iba la olla escuchando los diálogos y me olvidaba hasta de cortar. Es maravillosa la emoción que surge de unos determinados personajes y de unas determinadas situaciones. Recuerdo que haciendo las mezclas en Exa había gente que se colaba para escuchar. Es cierto, era un melodrama como todas las novelas del XIX pero, aparte de eso, había unos diálogos excelentes. Antes me preguntabas cómo es posible que uno aguante tanto, que la cabeza soporte tanto de lo mismo. Yo creo que si la salud te protege, te das cuenta de que estábamos haciendo algo interesante. Y es una sensación que tenía todo el mundo, sobre todo las mujeres. Estaban Ana Belén, Maribel Martín, Berta Riaza, Charo López, María Luisa Ponte, había un grupo de seis o siete principales. Las recogían a las 4 de la mañana para ir a maquillaje, para ponerles el corsé, etc., y jamás oí una sola protesta. ¡A las 4 de la mañana para estar a las 8 listas! Era algo impresionante. Y, como digo, jamás oí la más mínima queja.

Yo lo hice muy concentrado y siempre partiendo de la base de que todas las cosas con las que me he comprometido, como son los casos de Ignacio, de Cela, etc., es porque, antes de nada, me gustaban mucho. De otra manera no hubiera sido capaz de hacerlo. Me pusieron un guionista pero no acertaba y fue un desastre. Entonces le dije al jefe de producción que intentara conseguirme una habitación en el Parador de San Francisco de Granada, Parador al que nunca pude ir porque siempre estaba lleno.

Algo parecido hacía Luis Buñuel con El Paular.

Exactamente. En noviembre del 77 entré en el Parador y como no tenía nada que hacer salvo adaptar la novela, pues lo hice yo solo. Fui solo porque el que me habían puesto, Ricardo López Aranda, resultó un desastre total. Así que no me quedó más remedio que respetar su nombre pero cargándome todo lo que había hecho. Yo ya había esperado dos años y si aún tenía que estar esperando más tiempo, no lo habría soportado. Me sabía de memoria la novela y creo que adaptarla no era tan complicado, se trataba, simplemente, de una cuestión de trabajo. Allí salía por las mañanas a comprar el periódico, lo leía y empezaba a trabajar y trabajar.

Al terminar la aventura de «Fortunata y Jacinta» de la que usted salió muy bien en todos los sentidos, ¿qué sucedió?

Bueno, me ofrecen algunas cosas nada interesantes. Simultáneamente a Fortunata había tenido mucho éxito la serie Los gozos y las sombras, basada en la novela de Gonzalo Torrente Ballester, y entonces me llamaron para hacer algo de Torrente pero no me gustó. Surgieron muchas proposiciones, pero yo estaba muy cansado. Pero llegó un momento en que me llamó Sancho Gracia para hacer una cosa que me interesaba mucho y que creo que quedó bien. Era una coproducción entre una productora de Sancho Gracia y otra productora muy conocida de Francia. Se trataba de hacer Los desastres de la guerra, una serie de 6 episodios de una hora sobre dos personajes: El Empecinado y el general Hugo. Leopoldo Hugo, hijo de Victor Hugo, fue un general que estuvo persiguiendo a El Empecinado. Rafael Azcona y Jorge Semprún escribieron unos textos muy buenos, muy sólidos, y en enero del 82 empecé a preparar esta serie.

En agosto del 81, y todo a resultas de Fortunata y Jacinta, empiezo a querer hacer un cine personal. Entonces cojo un guión mío titulado El pájaro de la felicidad y me planteo quién puede hacerlo, alguien educado, correcto. Era una película muy simple pero con una idea que me gustaba mucho. Al principio pensé en José Luis Dibildos y me cité con él. Entonces Dibildos me dijo que me estaba buscando y que quería que me hiciera cargo de La colmena de Cela. Yo pensaba que ese proyecto lo iba a hacer Gonzalo Suárez, pero José Luis me dijo que no, que Gonzalo no quería hacerlo, algo que confirmé luego con él. Pero yo estaba negro con La colmena porque no veía de qué forma se podía extractar, la leía una y otra vez y no veía la manera de reducirla a hora y media o dos horas. Pero Dibildos me insistió y me dijo que él tenía una escaleta, una especie de sucesión de escenas. Entonces me fui a trabajar con él a Guadalmina en Marbella en agosto del 81 y me dio la escaleta, que, efectivamente, era muy notable, era un extracto fantástico. Así que nos pusimos a trabajar y escribimos el guion, aunque él tenía muchos celos en ese tema porque quería que el guion fuera suyo. Luego resultó que la escaleta tampoco era de él sino de un asturiano que había sido secretario de Cela y con el cual trabajé después. Dibildos quería hacer una cosa muy baratita, pero yo le propuse ampliar un poco más el empeño y, bueno, salió La colmena. Empezamos a rodar en enero del 82 y, justo cuando la terminé, fue cuando empecé a rodar la serie de Semprún y Azcona, los seis episodios que rodamos en Segovia y Guadalajara.

«La colmena» llegó a ganar el Oso de Oro del Festival de Berlín. Estamos ante una de las mejores etapas en la carrera de Camus, ya que, después de estos éxitos, viene otro más: el de «Los santos inocentes».

Cuando yo iba a rodar La colmena a finales del 81, salió al mercado Los santos inocentes de Miguel Delibes. Cuando compré el libro llevaban vendidos unos 80.000 ejemplares. Hay una cosa fantástica porque, cuando uno está en racha, parece como cuando estás jugando al póquer, que te sale una buena jugada detrás de otra. Yo nunca he sido ni dubitativo ni dogmático, pero leí la novela y pensé que había una película absolutamente extraordinaria. Para mí, no para el público, porque como decía Buñuel, al público no lo conocía. Pero, poco después, me olvidé de esa historia. Hice La colmena, hice Los desastres de la guerra, después fue toda la historia del Oso de Oro en Berlín y ya volviendo de Berlín le dije a Paco Rabal que teníamos que hacer Los santos inocentes y que él tenía que hacerme uno de los protagonistas. Paco estuvo de acuerdo y, entonces, Warner me contrató de nuevo para que hiciera una película con ellos. Al día siguiente me presenté con el libro de Delibes y les dije que quería hacerlo. Me preguntaron de qué iba y yo empecé: «Es una familia de aparceros que tiene una hija subnormal…» «No sigas», me dijeron, «olvídalo y haz una historia tuya, la que quieras».

Entonces me fui a localizar a Argentina, a la Patagonia, pero esa historia no se hizo nunca. Todo empezó a fallar y jamás se hizo. Cuando regresé de allí vino a verme Julián Mateos para decirme que quería hacer un auto sacramental de Miguel Hernández y que le gustaría que yo lo dirigiera. Yo le dije que si pasara una mala racha me habría metido en el teatro o en el infierno, pero que entonces no me apetecía hacer teatro, porque era algo que no dominaba. Entonces le propuse el libro de Delibes, Julián lo leyó y al día siguiente me dijo que lo hacía porque tenía unos amigos catalanes que podrían entrar en el proyecto. Recuerdo que en ese momento llegaron al poder los socialistas. Entonces Julián buscó el dinero y rodamos la película sin ningún problema, a excepción de algunas pequeñas discusiones entre Rabal y Landa por ver qué nombre aparecía antes en la publicidad, todas esas chorradas de los actores. Afortunadamente todo se arregló y la película se hizo sin más. Cuando acabé el rodaje hubo gente que, como hay alguna cosa escatológica y una niña subnormal, etc., me preguntó si aquello me lo iba a estrenar alguien. Más o menos vinieron a decirme que era una cuestión muy complicada sacar aquello adelante. Sin embargo la película la cogió una empresa multinacional, la colocó en el Coliseum y se pasó un año allí. Y la novela, como dije antes, llevaba 80.000 ejemplares vendidos cuando yo la compré, pero, en un momento dado, ya eran millones. Con Delibes me llevé estupendamente, como me había llevado muy bien con Ignacio o con Cela.

En su opinión, ¿Qué es lo que tiene Delibes para que la mayoría de sus novelas llevadas al cine hayan sido un éxito?

Yo creo que la sinceridad. Delibes cuenta cosas que sabe. No divaga. No habla de la vida de un señor en Nueva York o algo por el estilo, no. Es lo que decíamos antes, un problema de oído. Está ahí, lo ve, lo oye, sabe exactamente qué es de toda esa sarta de vidas que ha visto, sabe qué es lo que puede interesar. A Delibes da gusto leerlo. Y, sobre todo, tiene fuerza en el cine, en representación. Porque, en definitiva, lo que escribe en el libro es como un largo poema sin comas ni puntos, es un poema terrorífico pero es una visión poetizada de todo.

Creo que acertamos por una cuestión que pertenece al oficio, pero es muy curioso, porque no había manera de meterle mano a aquello. Tuve dos guionistas y uno de ellos era Larreta, un señor muy experimentado. Todos sabíamos que teníamos un diamante entre manos pero no sabíamos de qué manera traducirlo, cómo hacer para que se vieran y se entendieran los personajes, ya que, a través del libro, era complicado. Como te dije, yo me había ido a Argentina para tratar de hacer esa película que nunca se hizo y los guionistas se pusieron a trabajar. Pero cuando regresé y les dije que teníamos que empezar pronto porque tenía productores, me enseñaron el guion que habían escrito Larreta y Matji y me di cuenta de que aquello no funcionaba. Era una serie de situaciones, hechos, episodios, réplicas, etc., pero que iban todos muy apelotonados. Yo les pregunté si habían hablado con Miguel. Me dijeron que sí y que les había explicado algunas cosas, pero nada en concreto. Yo insistí, les volví a preguntar qué les había dicho y de repente Larreta me dijo que Delibes había dicho que a Azarías le conoció en un manicomio.

De pronto, se me encendió la luz y me dije: ¿por qué no hacemos una historia que empiece cinco años después, con Azarías en un manicomio, etc.? Y, a partir de ahí, empezamos a retroceder y a escoger lo que interesaba de los retrocesos, inventamos una segunda historia, la del chico que vuelve en el tren después de hacer la mili para ver a su madre. Y el chico, cuando estaba en un sitio determinado, empezaba a recordar. Hay un capítulo entero que es lo que él recuerda. Luego recuerda la chica y, al final, se forman dos historias que terminan con el chico yendo a ver al tío que está en el manicomio. Cuando estás en trance de descubrir, descubres todo, estás en racha y todo te sale bien. Y la historia nos salió y el propio Delibes cuando se lo contamos nos dijo que estaba muy bien, que ese esquema nos permitiría hacer la historia. Recuerdo que en el guion se decía bastantes veces Milana, bonita. Cuando llevamos el guion a Miguel, lo leyó y nos recibió, después, en Sedano. Allí nos dijo que la adaptación estaba muy bien, que el guion era muy bueno, etc. Y cuando yo le pregunté si no se decía demasiadas veces lo de Milana, bonita, me contestó: «¡Ah!, sí, eso os tenía que decir: ponedlo más veces.» Y así se hizo. Yo tengo fotografías del Ayuntamiento de Logroño con una pintada que dice Milana, bonita, y hasta hay una productora en Barcelona que se llama «Milana bonita». O sea, que Delibes tenía razón.

¿Qué pasó en el Festival de Cannes a raíz del pase de «Los santos inocentes»?

Aquello fue impresionante, lo que pasa es que hay historias que no se pueden contar. Después del estreno —y lo digo porque llegué a contarlo— fueron 17 minutos seguidos de aplausos, sin interrupción. Fue candidata a todos los premios. Había un jurado español que era Jorge Semprún que yo creo que nos… ¡bueno! Es una historia muy rara. Luego me enteré de que el presidente del jurado, Dirk Bogarde, cada vez que abría la boca decía que Los santos inocentes era la mejor película que había visto en los últimos años. Todo fue como si pones mantequilla al sol y la cortas con un cuchillo muy afilado. De maravilla, sin ningún problema. Y yo me creí, entonces, el rey del mundo. Me dio por creer que podía hacer cualquier cosa.

Después hizo una historia suya, «La vieja música».

Me contraté con una productora, con unas personas encantadoras, e hice una película con Federico Luppi muy frustrada. El tema era muy complicado, pero a mí me gustaba mucho. Era el tema de los sudamericanos que venían a España engañando a quien hiciera falta con tal de salir adelante, haciéndose pasar por quienes no eran y esas cosas. Pero encajé la historia en un ambiente deportivo y no funcionó. Era la segunda película de esas características que no funcionaba para nada. Creo que tiene una explicación y es que la película no tenía un guion muy convencional, era un poco complicado. Y, además, creo que cuando tienes la oportunidad de ver en directo el deporte, resulta complicado hacerlo en la ficción. Me lo pasé bien, pero creo que si tenía un gran prestigio por las cosas que había hecho durante esos años, todo ese prestigio quedó reducido a la mínima expresión después de esta película.

Con «La casa de Bernarda Alba», sin embargo, se rehabilitó un poco.

Sí. Trabajé muy duro en esa película. Elegí unas actrices estupendas y es una película que me gusta, me lo pasé muy bien haciéndola porque era una película terrible. Con ella fui también al Festival de Cannes.

Esta película fue la culpable de que Buñuel se marchara de Estados Unidos a México.

Sí, la quisieron hacer. La adapté con Larreta y, como digo, quedé muy satisfecho. No hay mucho más que hablar de esta película porque todo fue bastante correcto.

La familia de Lorca siempre ha sido reacia a conceder permisos. ¿Hubo algún problema en esta ocasión?

En mi relación personal con los autores siempre me ha ido muy bien, incluso con los herederos de Galdós, que eran gente encantadora. Pero con la Lorca no me fue tan bien. No cuando la película se terminó, porque estaba encantada, pero la primera entrevista fue terrible. Isabel ponía pegas a todo y decía todo tipo de cosas sobre los actores, por ejemplo que Irene Gutiérrez Caba era una actriz de mesa camilla, que no quería ver a Florinda Chico en una obra de su hermano, tonterías por el estilo. Yo me cabreé mucho con ella. La película la vio luego el cuñado, el Montesinos, y dijo que era la mejor adaptación que se había hecho sobre García Lorca. Hubo muchas historias porque uno de los productores quería hacerla con Vanessa Redgrave, pero el problema es que entonces no sería el texto de Lorca porque a la hora de retraducir el texto sería otra cosa. ¡Además, qué pintaba Vanessa Redgrave! En fin, discusiones de ese tipo. Pero, al final, el producto salió bien. Sin embargo yo me estaba convirtiendo en el tío que hacía adaptaciones y siempre había alguien que no te perdonaba un determinado éxito porque la crítica en España no ha inventado nada, ninguna Nouvelle Vague ni nada por el estilo, sin embargo ha destruido muchas cosas a gente que empezaba, porque no tiene ni puñetera idea.

Creo que después de esta película usted vuelve a TVE para hacer la serie «La forja de un rebelde» de Arturo Barea.

Sí, era algo muy complicado. La novela es estupenda, pero muy complicada. La serie tuvo menos éxito que las anteriores porque era muy dura. Los socialistas ya empezaban a ser gentes de banco, amigos de Botín, y la pusieron a una hora mala, a una hora en que la gente no accedía a verla. Y la novela es, como digo, muy cruda, muy crítica, muy brutal. Era un alarde muy complicado. Ya hemos echado cuentas de lo que había sido Fortunata y Jacinta en materia de tiempo. Pues bien, piensa que yo hice seis películas de hora y media largas en once meses, lo que arroja un total de seis largometrajes en un año, rodando aquí y allá, en Marruecos, en Alicante, etc. ¡Una cosa de locos! De lo que yo veo de La forja, creo que los dos primeros episodios están a mi gusto, el tercero y el cuarto de la guerra de Marruecos tienen elementos suficientes para interesar, pero creo que falló el último, el de la guerra civil, porque era muy complicado de hacer. Falló, no por los actores ni por otra causa, sino por mí, porque aquello era reproducir Madrid otra vez y era muy difícil. Pero, bueno, se hizo dignamente.

Después de La forja caí en una especie de pozo porque la serie no funcionó muy bien, aunque se vendió bastante fuera de España. Pero yo me encontraba un tanto fuera de lugar, empezaban a llegar los jóvenes, era la época de la movida madrileña y mi generación empezó a irse por los senderos del olvido.

Su siguiente película es «La rusa», basada en la novela de Juan Luis Cebrián, producida por Pedro Masó. La película no funcionó demasiado bien y usted mismo no quedó demasiado satisfecho del resultado.

Sí, fue una estupenda operación comercial de Pedro Masó.

Como toda la gente de esta época, yo tenía un gran aprecio por Cebrián. Me parecía un hombre que había hecho mucho, el periódico era soberbio, etc.

En cuanto a La rusa, no me pareció una gran novela pero sí pensé que se podía llevar bien al cine, pero me equivoqué. Empecé a buscar actores que no correspondían y en líneas generales tuve la impresión de que estábamos construyendo El Escorial para albergar a un conejo. Con todos los respetos, he de decir que me parece una novela buena, pero creo que había que haberla tratado de una manera que yo no hice. Creo que podía haber hecho una buena película, pero no fue así y me di cuenta de eso cuando la estaba rodando. También sucedió una cosa y es que la empecé a continuación de La casa de Bernarda Alba y yo me había dejado toda la energía en esta película. Por la noche me quedaba despierto buscando soluciones, pero no hubo forma. Ahí no funcioné bien.

La pareja protagonista no tenía demasiado atractivo.

Borges decía una cosa en que tenía toda la razón. Decía que hay que dejar pasar un tiempo entre la escritura de una historia y su paso al cine, porque lo demás es periodismo. Ha de pasar un cierto tiempo porque la historia de la transición, que ya de por sí era transitoria, escrita inmediatamente después y, poco después, llevada al cine, era algo muy complicado que yo no supe hacer. Tengo que reconocer que dispuse de todos los medios, de la gente que quería tener, se rodó en los lugares adecuados, etc., pero esa historia se diluyó en mis manos. Y tiene gracia porque sigo pensando que sí se podía haber hecho una buena película aunque mucho más simple, más modesta. Sin embargo, no supe hacerla.

¿Qué tiene «La mujer y el pelele» de Pierre Louys para haber interesado a tantos directores? Después de «La rusa» usted hizo otra versión de esta novela para la televisión.

A mí no me interesaba nada, he de confesarlo. Lo que pasa es que caí en un estado de postración definitiva. No me llamaba nadie, no se me ocurría nada… En aquel tiempo recuerdo que hice un guion con Aristarain basado en la novela de Pierre McOrlan La bandera que había hecho Jean Gabin, en el que trabajamos muy duro. Pero en aquel momento en el cine español dominaban otras cosas y jamás se hizo. Es el guion que quería hacer Adolfo Aristarain después del éxito de Un lugar en el mundo.

A partir de esta época y en vista de las circunstancias decide hacer un cine más personal. El primer fruto de esta etapa es «Después del sueño».

Así es. Como digo, nadie me llamaba y yo tuve que inventarme las películas. De repente me surgió una historia, Después del sueño, que a mí me gustaba mucho y que me sigue gustando. Tampoco dio ni un duro, pero lo mismo sucedió con La rusa y, sin embargo, sigo pensando que con La rusa me equivoqué, pero con ésta no. Ésta era una historia que me gustaba mucho, una especie de parábola acerca de los tiempos nuevos que se avecinaban. Era, otra vez, el tema del regreso, la historia de un hombre que volvía de Rusia y de un chico pescador que tenía noticias de este tío. Y el tío llegaba y moría nada más llegar y había una extraña historia… Con ella volví a retomar esa manía mía de escribir. Era una bonita película, pero no funcionó.

Después de eso Pilar Miró hizo El pájaro de la felicidad y más tarde yo volví a caer en la sima más profunda, pero es la gracia de la profesión. Nunca me he quejado y, además, como dice Baroja: «Aunque pudiera protestar no protestaría, porque ¡a quién le importa!» Yo me preguntaba quién me iba a llamar entonces y nadie me llamaba. Por aquel tiempo apareció un dato escalofriante y es que los asistentes a las salas de cine eran menores de veinticinco años en un altísimo porcentaje. Entonces te preguntas qué es lo que hacemos nosotros. ¿Qué puedes hacer? Primero, no ser tonto y hacer películas que se amorticen con poco, pensar que aún hay gente de los años 80 que están ahí y a los que les gusta un cine distinto, etc. Y a eso me dediqué.

En esa época un jefe de producción le produce «Sombras en una batalla», una película rodada en Zamora, con Carmen Maura y Joaquim de Almeida.

Es una película muy interesante en la que se hablaba de cosas que al país le interesaban. Una película muy dura con momentos muy afortunados. Luego estaba el rodaje en Zamora, con todo lo que significa salir de Madrid y Barcelona para acercarse a mundos diferentes. Con ella volví otra vez a los tiempos de Young Sánchez en cuanto a la rapidez con que se hizo todo, porque llega un momento en que tienes que bajar del cielo y enfrentarte con la realidad. Y Sombras… funcionó mejor que las anteriores.

Ha señalado algo de su cine que a mí siempre me ha interesado. Por razones económicas la mayoría de las películas del cine español se han rodado en Madrid o Barcelona, pero en el cine de Mario Camus hay una tendencia a salir de estas grandes ciudades para enseñar otros lugares de España: Zamora, Santander, etc.

Sí, sí, es verdad. Siempre Madrid acaba siendo un coñazo. Así que me lo pasé muy bien haciendo esta película. Luego se seleccionó para el Festival de Cannes y fue muy bien. Yo había hecho Sombras en una batalla para Ana Belén, pero ella tenía teatro en Sevilla y me propuso demorarlo pero yo no podía hacerlo, tenía que agarrarme al clavo aunque estuviera ardiendo. Entonces me dijeron que Carmen Maura había leído la historia y le había gustado mucho. De modo que llamé a Ana, le dije que lo sentía y la hice con Carmen.

También quiso tener a Carmen Maura en su siguiente película, «Amor propio».

Y tampoco pudo ser. Después de Sombras… empecé a escribir una historia para Carmen Maura, Amor propio, en la que entraba de lleno en un terreno que yo llamo «terreno de viejo» porque significa ver las cosas con un cierto humor muy santanderino. Pero, entonces, Carmen no pudo y acabó haciéndola Verónica Forqué. Esta película funcionó bien.

¿Estaba basada en un hecho real?

Relativamente. Yo siempre aprovecho cualquier cosa para meterme con la banca porque me parecen unos sinvergüenzas. Lo son por ley. Siempre acudo a Baroja, que era un tío muy cachondo. Decía: «la ley está hecha por los que tienen el poder y, por tanto, la ley favorece a los ricos, la ley sólo sirve para condenar al hombre que no tiene trabajo y que roba. En una palabra, la ley es como el perro, que siempre ataca a los que van mal vestidos». A mí Baroja me parece un genio total. Bueno, el caso es que había un hombre en Santander, conocido por «Pepe, el del Popular», que a todo el mundo le concedía unos créditos estupendos, que les multiplicaba el dinero, etc. No eran consignas del Banco sino que él lo hacía no sé de qué manera. Y llegó un momento en que «Pepe, el del Popular» cogió todo el dinero que pudo y se marchó. Creo que ahora está en Singapur o no se sabe dónde. A mí me pareció que esta historia era muy divertida y escribí un guión basado un poco en estos hechos, lo cual me divirtió bastante.

Después de esta película le llamó Enrique Cerezo para hacer una serie sobre El Coyote.

Sí, era un poco como volver a la infancia. Yo le propuse hace una serie de 12 episodios, se seleccionaron muy bien las novelas, se hicieron los preparativos, pero acabó frustrándose. Tenía un contrato firmado, pero un buen día Enrique Cerezo me dijo que todo se había ido a pique porque había fallado la conexión, pero que, en todo caso, él me pagaba el contrato íntegro. A mí, sin embargo, eso no me gustaba y cuando estaba decidido a decirle a Enrique que yo no pensaba cobrarle una serie que no se había hecho, recuerdo que me metí en un Vips. Acababan de salir los premios Nadal y compré el libro finalista porque miré el ganador por encima y no me gustó. Era una novela de Félix Bayón titulada Adosados y me puse a leerla. Pocos días después, cuando Enrique Cerezo insistió en pagarme el contrato, le propuse hacer el libro en lugar de la serie. Enrique me dijo que al día siguiente se iba a Estados Unidos, pero me prometió que leería el libro y compraría los derechos. Para él era una cosa de chiste, una película cuya acción transcurría en las afueras de Madrid, con pocos personajes, etc. Total, que hicimos la película y funcionó muy bien. Fue al Festival de Montreal, ganó el Premio de la Crítica, etc. Es una historia estúpida en la que un hombre empieza a contarle a su mujer que un coche se ha llevado a su perro por delante, cosa que no era verdad porque el veterinario había intervenido, etc. Lo cierto es que empieza una sarta de mentiras que se van encadenando una con otra. Era una anécdota que iba ampliándose y ampliándose. Me lo pasé muy bien y la película, a nivel comercial, quedó en un término medio. Yo creo que de toda esta especie de trilogía, Después del sueño, Amor propio y Adosados, fue esta última la que hizo que las cosas empezaran a funcionar con cierta normalidad. ¿Cómo se gestó «El color de las nubes»?

Rodando Adosados me llamó Miguel Rubio, un viejo guionista que había trabajado conmigo en otras ocasiones, para decirme que estaba en apuros y que tenía un par de argumentos muy buenos. Yo le dije que estaba rodando pero que, a pesar de ello, podíamos vernos en algún sitio. Nos citamos en una cafetería de la Castellana y me dio dos argumentos, pero no me gustaron nada. Sin embargo, como le vi muy apurado, le dije que íbamos a quedar en el Hotel Miguel Ángel para contarle una historia que tenía en la cabeza. Como yo estaba rodando y no podía ponerme a escribir el guion, le pedí que me lo escribiera él. Entonces le conté la historia, que le pareció muy bien, y me dijo que me iba a presentar a una señora que quería producir, que era la directora del TAE, un Taller de Artes Escénicas, una señora que ganaba mucho dinero con concursos y otras cosas. Total, que la señora vino con Miguel, escuchó la historia y dijo que ella producía la película. Así de simple. Puedes pasarte cinco años intentando hacer Fortunata y Jacinta y, de repente, en una tarde, consigues hacer una película. Yo le pregunté si la historia le gustaba, me dijo que sí y que quería producirla. Entonces le dije que muy bien, que ya no había más que escribirla. Yo sabía que Miguel tenía problemas de dinero y que me había presentado a esta señora porque él estaba dando clases en el TAE. Entonces le comenté a la señora que nosotros no éramos amateurs, que lo que tenía que hacer era contratar a Miguel Rubio y pagarle. La señora dijo que sí a todo y Miguel se puso a escribir la historia mientras yo terminaba Adosados. Al terminar el guion me di cuenta de que Miguel no había aportado demasiadas cosas, así que rehíce la historia y se rodó El color de las nubes.

La película funcionó bien, pero hubo una cosa absurda y es que fue al Festival de San Sebastián cuando lo dirigía Diego Galán. Tuvo mucho éxito de público, pero bastó eso para que no me dieran ningún premio. Y ahí termina la historia de esta película, que para mí supuso volver a los sitios que me gustan. Lejos de Madrid, por supuesto.

Creo que es una de sus mejores películas. Poco después, sin embargo, se metió en un buen lío.

Enrique Cerezo volvió a la carga con el tema de El Coyote. Pero con esta película había una cosa muy complicada. Primero, hubo un pequeño engaño porque me dijo que era para televisión y yo no es que diferencie una cosa de otra, pero, en este caso, sí era muy diferente porque en un cine no se puede poner El Coyote tal y como nosotros lo hicimos. Y, después, yo tenía una cosa que viene de mis lecturas y es de tipo sentimental. Es que yo no podía hacer un Coyote a base de espectáculo, no, tenía que ser algo tan ingenuo como lo que yo había leído, tan simple y tan bobo. No podía hacer alardes ni cambiar las cosas, tenía que respetar ese espíritu. Así que hice tres episodios, tres novelas, y Enrique Cerezo lo sacó en cine, algo con lo que yo no contaba. Y las tres historias juntas no estaban mal del todo, pero una sola historia quedaba como muy naif, como en las películas americanas, contando una película tan ingenua como eran las de los años 40 y 50. Y metí la pata, porque yo veía claro que no podía ser como la estaba haciendo. Cuando me dijeron que pasaría en los cines me quedé aterrado porque el público ya era un tanto distinto, buscaba novedades y ya no se trataba de El Zorro de Tyrone Power, ya había que buscar una cosa completamente distinta y llena de fantasía.

¿Qué sucedió con «La ciudad de los prodigios»?

Bueno, allí fui de bombero. Es una película que en Barcelona han intentado hacer, que no la han podido montar, que han gastado todas las subvenciones habidas y por haber y, de repente, piensan: ¿dónde hay un señor que nos pueda sacar del atolladero? Y me buscan a mí. Me fui a Barcelona y me enfrenté con una película muy difícil, muy complicada. Hay algo que no sé si contar. Yo aproveché la primera parte de la novela de Eduardo Mendoza y después algunas cosas separadas porque de manera inconsciente la segunda parte no me divertía demasiado. Y me encontré con que en Barcelona esa novela es algo así como «la novela» de Barcelona. Y eso es algo que yo capté, pero, para mí, no es la ciudad. A mí lo que me gustaba era la historia de los gángsters, la historia de las bandas, etc. Entonces, como en el pasado había querido hacer Hitchcock, aquí quise hacer Coppola, pero me fallaba el guion. Me di cuenta de que fallaba, pedí auxilio llamando a un guionista que había hecho una versión anterior para ver si me ayudaba, porque había una zona de la novela que no funcionaba y no me ayudaron, me dejaron un poco tirado. De la película hay cosas que firmo y rubrico, pero hay otras que no. Fue una película como La rusa pero, en este caso, no creo que la hubiera podido hacer mejor, a no ser que hubiera podido contar con mucho más dinero y con un guion más consistente. Ahí metí la pata.

Los americanos hacen El puente de San Luis Rey y se gastan millones y millones de dólares y nadie dice una palabra y de pronto aquí dicen que has derrochado millones y millones y que, con ese dinero, los jóvenes podían haber hecho 28 películas. Yo me quedé muy mal con esta película porque, efectivamente, no era una que yo ratificara completamente.

Llegamos así a «La playa de los galgos», otra de sus películas personales.

Sí, después de eso volví a escribir cosas personales, presenté un par de proyectos que no interesaron, empezó a pasar el tiempo, a estar varios años sin rodar, ¡yo que había rodado todos los años de mi vida! Todo empezó a caer. En medio de todo esto hay un documental sobre Madrid que hice en el año 1985, para una serie italiana llamada «Capitales culturales de Europa». Es un documental que me gusta mucho.

En cierta ocasión le dije a Pilar Ruiz que había ido a Argentina para hacer una historia, ella se mostró interesada y le dije que la tenía en casa y que podía adaptarla para que, en lugar de Argentina, pudiera ser Dinamarca o cualquier otro lugar. Entonces fue cuando hice La playa de los galgos. Es una historia que escribí en el año 80 y que titulé El camino de los barcos, en el sentido de que los barcos de vela navegan haciendo quiebros, no navegan derecho, lo mismo que pasa con la vida. Había allí una metáfora porque el protagonista tenía unos galgos viejos a los que iban a sacrificar y les hacía un hueco en un lugar de la playa y allí los tenía, a unos seres fatalmente destinados a correr detrás de una ilusión, pero les llegaban a colgar de los árboles porque ya no valían para nada. Era una forma de introducir una metáfora que no estaba en la versión primitiva, sino que metí después. Por otro lado era una historia muy en el límite con una historia de amor muy terrible.

En su último trabajo, «El prado de las estrellas», vuelve a ocuparse de los recuerdos de su infancia. En este caso, los recuerdos infantiles de un hombre de cincuenta años interpretado por Álvaro de Luna

.Sí. Es una historia de personajes humildes, con capacidad para sobrevivir, con un claro sentido de su libertad y muy firmes en sus convicciones. Efectivamente se trata de una metáfora sobre los recuerdos de la infancia. Pero todo es infancia en el fondo porque en esa etapa se origina toda la creatividad y el resto de la existencia consiste en expresarse, defenderse y sobrevivir. Sus protagonistas eran un hombre interpretado por Álvaro de Luna y una anciana que le cuidó de pequeño y que estaba recluida en un asilo. También cuenta la historia de una asistente social del mismo pueblo, que vive un conflicto entre dos hombres y que acabará viviendo su propia vida sin injerencias de nadie. En esta película vuelvo a rodar en mi Cantabria natal, en Santander, Comillas, Torrelavega, Valderredible, el portillo de Lunada, etc.

Antonio Gregori

Alicante, 2005.

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